El fiat de María. Antes de entrar en materia, preguntémonos ¿qué significa Fiat? “Fiat”, significa “Hágase”. En griego genoito, constituye el centro de la respuesta de María al ángel de la anunciación.
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El fiat de María
El Fiat de María es un momento clave en la historia, sin duda, un acontecimiento único e irrepetible, en el que María decide comprometerse y entregarse en cuerpo, mente y alma a Dios y a su voluntad y poder ser partícipe de la Salvación Humana.
Aprendemos a relacionarnos con Dios por mamá. Todos, aprendemos a rezar de los labios de mamá. Es nuestra madre, quien nos enseña a hacer la señal de la cruz. Es mamá, quien nos enseña a rezar a nuestro ángel de la guarda. Y María, fue la que le enseñó a Jesús a rezar.
Jesús, aprendió de su madre la oración más común que esta rezaba: Fiat “Que se haga la voluntad de Dios” y esa oración se convirtió en la oración de Jesús, y a lo largo de su vida este rezaba igual: Fiat.
No cabe la menor duda de que el momento más hermoso ocurrido a lo largo de toda la humanidad, es cuando Dios espero por ese SI de un ser humano para que su hijo, Cristo redentor, el rey de reyes, pudiese venir a este mundo en carne y hueso y salvarnos a todos. La traducción del fiat de María podría ser: haz tú, si quieres, hagamos juntos, si así lo deseas.
El Ángel le dijo: “No temas María, porque has hallado gracia delante de Dios. Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz a un hijo a quién pondrás el nombre de Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo… Según Lucas, María respondió al ángel diciendo: “He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu Palabra (Lc 1,38). Después, la dejó el ángel.
Tan pronto María comprendió que Dios deseaba obrar a través de ella y que había sido creada para tal misión no dudo ni por un instante en dar su consentimiento. Hay algo que debemos destacar de esto y es que en ningún momento le fue negada o condicionada su libertad de elección o libre albedrío. Es por ello que su palabra y acto representa tanto para las escrituras, e hizo, hace y hará eco por toda la eternidad.
Ante tal acto de amor, devoción y entrega, el Espíritu Santo derramó sobre María su gracia haciendo que esta llevase en su vientre al Hijo de Dios convirtiéndose en la Madre de Dios, y a su vez, en la Madre de todos los hombres sobre la tierra. Producto de su decisión el verbo se hizo carne y Jesucristo, Nuestro Señor vino a habitar en ella en naturaleza humana.
El fiat de María fue se segunda creación divina (la primera fue la creación del mundo y de todo lo que conocemos; Fiat. Hágase. Con esta palabra Dios creó el mundo, con todas sus maravillas. La tierra y el cielo, los astros, las aguas, las plantas, los animales, el hombre. “Y vio que era bueno” (cf. Gn 1).
En esta segunda creación Dios nos sorprende aún más, pues no quiso realizar tal obra solo, sino que a través de uno de sus ángeles y la gracia del espíritu santo con gran atrevimiento solicitó la ayuda de María, un ser humano puro, lleno de gracia y con devoción de Dios. Al “SI” de Dios continúo el “SI” de María. Nuestra salvación dependió en gran medida de aceptar la palabra y voluntad de Dios.
Así como Dios esperaba escuchar de los labios y alma pura de María “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38) también desea escuchar de nuestro corazón y labios un “SI” generoso, un “SI” cuándo invita a recibirle, un “SI” a seguir su camino, un “SI” a no cuestionar su palabra.
Cada día tenemos una oportunidad de agradecer y pronunciar un “Fiat” amoroso, genuino y generoso tal y como lo hizo María. Cada día, tenemos una nueva oportunidad para agradecer a Dios por todo lo que nos da, tal y como lo hizo nuestra madre, llena de gracia. Aprendamos de ella, de nuestra madre, de su amor infinito, de su devoción y de su entrega.
El ejemplo que nos dio María debe ser para nosotros una guía, inspiración y debe darnos la certeza y el entendimiento suficiente para comprender que aunque en ocasiones nos resulte difícil aceptar de Dios, hacerlo nos llena de paz, de dicha, de gozo, de felicidad y hasta de alivio, porque cuando estamos con Dios, toda carga se hace más liviana y cada problema se hace insignificante ante su omnipotencia y omnipresencia.
Cada vez que Dios requiera de nosotros no nos cuestionemos tanto las cosas, imitemos a María y ese fiat que dijo con tanto amor y disposición. Que Dios nos visite y nos hable debe ser un motivo de dicha, de sentirnos bendecidos y en gracia. Recordemos que Dios espera un “SI” de nosotros, así que hagámoslo entonces gozosos. Así como logró maravillas en María, puede lograr cosas maravillosas a través de nosotros.
Importancia del fiat de María
El viaje a través del tiempo ha sido algo que la humanidad siempre ha estado pensando. Hay infinidad de libros y películas que nos demuestran que en estos viajes hay que cuidar lo que se dice o los elementos que se llevan a ese tiempo distinto al presente porque de lo contrario se puede alterar la historia.
Teniendo esto presente, han pensado alguna vez ¿qué hubiese pasado si María no hubiese aceptado ser la Madre de Dios? Dios igual hubiese obrado a través de otra chica, y aunque Jesús hubiese venido en otro tiempo o a través de otra Madre, igual, hubiese venido a cumplir con su misión, con su propósito, que era salvarnos encarnando como hombre. Pero sin duda, no hubiese sido la misma experiencia.
El Jesús que nosotros conocemos, el Jesús que nosotros adoramos, fue lo que fue en gran parte gracias al ejemplo de la Santísima Virgen María, su influencia, su guía, su amor, su devoción por Dios. Jesús tuvo tanto de María, que él como lucía físicamente, el cómo sonreía, el cómo hablaba, incluso, el como rezaba, el cómo se comunicaba, todo lo aprendió de ella.
Por eso debemos estar eternamente agradecidos con ella por haber dicho ese “SI”, ese fiat para que Dios pudiese venir a la tierra encarnado como hombre, padeciera, y luego, muriera en la cruz, y finalmente resucitara. Y con todo ello, con ese divino misterio pascual nos salvara a todos los que queremos vivir eternamente al lado de Dios Padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, disfrutando de su gracia, su palabra, su amor infinito y su misericordia.
El fiat de María sirvió para que pudiésemos seguir a Cristo, al único y glorioso Dios verdadero. Esta reflexión nos hace pensar en que Dios le dio una misión específica y muy especial a la Virgen María, ella vino a este mundo a SER LA MADRE DE DIOS.
Dios, tiene una misión para cada uno de nosotros, cada uno de nosotros ha venido a este mundo con un propósito específico, ¿cuál es? Muchos aún lo desconocen, por ello, debemos orar al señor y pedirle que nos ilumine, que nos permita entender ¿cuál es esa misión que nos ha sido encomendada? ¿cuál es esa misión que ha colocado en nuestros corazones? ¿cuál es esa misión que dispuso para nuestro futuro? y finalmente entregarnos a su voluntad en cuerpo, mente y alma.
En la medida en que conozcamos hacia dónde vamos se nos hará mucho más fácil llegar. Pidamos entonces a Dios que nos ilumine con ese conocimiento, y luego, que nos dé la gracia para llevarlo a cabo.
Para poder comprender qué aconteció en Nazaret hace dos mil años, debemos repasar y entender la lectura de la Carta a los Hebreos. Este texto nos permite “escuchar” la conversación entre el Padre y el Hijo respecto del propósito de Dios por toda la eternidad:
“Tú que no quisiste sacrificios ni ofrendas, me has preparado un cuerpo. No te agradaban ni holocaustos ni sacrificios por los pecados. Entonces yo dije…‘Dios, ¡Aquí estoy! He venido para cumplir tu voluntad’” (10:5-7).
La Carta a los Hebreos nos muestra que en obediencia a la voluntad del Padre, la Palabra Eterna viene entre nosotros para ofrecernos el sacrificio que sobrepasa cualquier otro sacrificio ofrecido bajo la antigua Alianza.
El plan divino es revelado progresivamente en el Antiguo Testamento a través de las palabras del Profeta Isaías: “El Señor mismo te dará una señal. Y es ésta: la virgen concebirá a un niño a quien llamara Emanuel” (7:14). Emanuel significa “Dios con nosotros”.
Nuestra peregrinación jubilar ha sido más bien una jornada del espíritu, que se originó en las huellas de Abraham, “nuestro padre en la fe” (Canon Romano; cf. Rom 4:11-12). Y nos ha traído a Nazaret, donde nos encontramos con María, la más auténtica hija de Abraham.
Es María por el máximo ejemplo y quien puede enseñarnos lo que significa vivir bajo la fe de nuestro padre. En muchos sentidos, “el amigo de Dios” (cf. Is 41:8) y la joven mujer de Nazaret (María) son muy parecidos y ambos reciben una promesa y una misión por parte de Dios.
Abraham sería padre de un hijo, de quien descendería una gran nación, por otro lado, María, sería entonces la Madre de un Hijo varón, el gran Mesías, el Ungido. “¡Escucha!”, dice Gabriel, “Darás a luz un hijo…El Señor Dios le dará el trono de David su padre…y su reino no tendrá fin” (Lc 1:31-33).
Como podemos ver, tanto a Abraham como a María se les solicita un “SI” lleno de fe ante un suceso que nunca antes había ocurrido.
Sara, es la primera de las mujeres estériles que aparece en la Biblia que logra concebir gracias al poder y la gracia de Dios, así como Isabel sería la última; Gabriel habla de Isabel para asegurar a María: “Conoce esto también: tu prima Isabel, a su edad avanzada, ha concebido un hijo”. (Lc 1:36).
Tanto Abraham como María deben caminar a través de una gran oscuridad, confiando y teniendo fe únicamente en quien les ha llamado: Dios padre. A pesar de enfrentarse a tal situación y preguntarse “¿Cómo será esto?” María no duda en dar su consentimiento a pesar de la incertidumbre, dudas o miedos que pudo haber sentido en ese momento y al comprender la inmensidad de la responsabilidad que le estaba siendo solicitada.
María no cuestiona la palabra de Dios, incluso, si quiera pregunta si tal promesa será posible, simplemente, acepta y se somete completamente a la voluntad del padre cuando finalmente pronuncia su fiat: “He aquí la sierva del Señor. Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1:38).
Con tales palabras, María se muestra como hija de Dios y auténtica hija de Abraham, convirtiéndose entonces en la Madre de Dios y la Madre de todos sus siervos.
Respuesta de María al Ángel
Cuando hablamos de la “anunciación” y rezamos el primer misterio glorioso celebramos el niño que está por nacer, por hacerse carne, pero también, aquel que nacerá en nuestros corazones, inundándolo de gozo, alegría, fe, amor.
“Gracias al FIAT de Cristo y de María Dios pudo asumir un rostro de hombre”.
“Reflexionemos sobre este estupendo misterio de la fe que contemplamos cada día al rezar el Angelus”
Estas son algunas de las reflexiones del Papa Benedicto XVI sobe la “anunciación a María; Un dato interesante sobre esto es que la narración al inicio de San Lucas es un acontecimiento humilde, escondido, que nadie logró ver, sólo lo presenció María, sin embargo, supondría un acto decisivo para toda la humanidad.
Cuando la virgen pronunció su Fiat a la petición del ángel, Jesús fue concebido, y con él, había iniciado una nueva era. Posteriormente, esta sería mencionada en la Pascua como una “nueva y eterna alianza”.
El Fiat de María es el Fiat de Jesús cuando entró a este mundo, tal y como lo indica en la Carta a los Hebreos en el salmo 39: “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad como en el rollo del libro está escrito de mí” (10,7).
La obediencia del hijo es la obediencia de la madre y de este modo, gracias al encuentro de estos dos fiat Dios pudo asumir rostro de hombre. Es por ello, que la anunciación es también una fiesta cristológica, pues celebra un misterio central de Cristo: Su encarnación.
Unida a Jesús y testigo del amor del Padre, María, vivió el martirio del alma. Invoquemos con confianza su intercesión para que la Iglesia, fiel a su misión dé al mundo entero su testimonio valiente del amor de Dios.
La respuesta de María ante aquel mensaje divino proveniente del Ángel requería de una fuerza y libertad completamente pura y auténtica. Abriéndose al don más grande que puedan imaginar, pero también al mayor dolor y a la cruz más grande y pesada que jamás se haya colocado sobre el corazón de una madre esta aceptó sin cuestionamiento alguno.
Aceptar la Voluntad de Dios no sólo traía consigo la responsabilidad de asumir y aceptar con gozo dar a luz al Hijo de Dios, sino también, cargar con el más grande y profundo dolor en su alma colmado del más exquisito amor.
Aceptar todo esto representaba un acto sumamente, y de hecho, a pesar de su inteligencia y conocimiento de la palabra sagrada, la Virgen María necesitó de toda la valentía y fuerza de su voluntad que su capacidad humana le permitiese, virtudes infusos y de los dones del Espíritu Santo para poder entonces decir – con total y absoluta consciencia y libertad – su fiat ante semejante propósito divino.
Sencilla, agraciada, de alma pura y corazón noble y amoroso, María transforma en posible lo que aparentemente era humanamente imposible: Dar a luz a un hijo perder su pureza, sin tener contacto alguno con un hombre. Esta inmensa riqueza y consciencia es la que hace posible ese “SI” rotundo. Colocándose entonces a entera y completa disposición del padre y de su voluntad.
Dios, nos ha dado a todos el libre albedrío, así como también la gracia y la capacidad de responder de manera afirmativa a su llamado y a nuestra vocación divina. Sin tal gracia, se nos haría imposible decir que si, más sin embargo, tampoco nos vemos forzados a hacerlo o decirlo.
La libertad de decidir si queremos aceptar o no el llamado del padre es personal, únicamente nuestra. Decir “NO”, no es ofensa, pues la vocación divina no es un mandato, sino más bien una invitación: “Si quieres, ven y sígueme”.
Lo que define nuestra libertad humana es principalmente la autodeterminación, es decir, la capacidad que tenemos para asumir nuestros propios actos, encaminados al bien que supone nuestra naturaleza.
Cuando nacemos y nos bautizamos quedamos libres de todo pecado, sin embargo, a medida que avanza el tiempo y atravesamos momentos duros, dolores, decepciones, experiencias, en ocasiones, permitimos que esas experiencias no tan buenas, pensamientos y sentimientos negativos nos vayan corrompiendo, y es esto lo que entonces nos aleja del camino de Dios y de su promesa de vida eterna y del Reino de los cielos en la tierra.
La Virgen María nos muestra como con amor no elegía lo que creía que era bueno para ella, sino aquellas cosas buenas que Dios le proponía en su vida. Ciertamente, pudo haberse negado sin que esto representase un acto egoísta u ofensivo para Dios, pero ella conocía perfectamente cuál era su misión de vida.
“Con razón piensan los Santos Padres que María no fue un instrumento puramente pasivo en las manos de Dios, sino que cooperó a la salvación de los hombres con fe y obediencia libres”.
Ante la voluntad de Dios, para María era impensable otra respuesta que no fuese aceptarla, y proclamándose “esclava del Señor,” acepta de manera gozosa y amorosa su misión, como una muestra de su inmensa fe en la Palabra de Dios y sus efectos: humildad y obediencia.
En la antigüedad, en época de esclavos, es donde hay que valorar esta expresión. Los esclavos, no tenían voluntad propia u aspiraciones que no fueran las de su amo, así mismo, María, ante Dios, no tenía otra voluntad que aceptar tal regalo y pedido por parte de Dios todopoderoso.
María y su redención ante la voluntad de Dios
Una joven y pura María expresa su “fiat” bendito, da su sí incondicional y acepta con alegría su misión expresando: “He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38).
Con estas palabras la Virgen afirma su vocación solemne, dando paso a uno de los milagros más grandes, un acontecimiento más allá de lo extraordinario y que al mismo tiempo pareciera contradictorio.
¿Una virgen que da a luz y se convierte en madre? ¿Dios hecho hombre? A pesar de su divinidad, gloria y gracia. Dios, viene a la tierra entonces para convertirse en Hijo Unigénito de Dios, y a su vez, Dios, es hijo de María de Nazaret:
Y el Verbo se hizo carne,
y habitó entre nosotros
y nosotros vimos su gloria,
gloria cual de Unigénito, del Padre,
lleno de gracia y de verdad (Jn 1,14).
María no duda ni por un momento de la misión que le ha sido encomendada. Tampoco, pide una señal como lo hizo Zacarías. A pesar de que se siente un poco confundida por el hecho de convertirse en madre a pesar de su pureza y virginidad, acepta alegremente, sintiendo gozo de la gracia de Dios y que este haya solicitado obrar a través de ella.
Una vez que logró comprender su responsabilidad su alegría no podía expresarse ni con las más emocionantes palabras, ofreciendo su total y absoluto servicio a la voluntad y plan de Dios, llamándose y proclamándose a sí misma “esclava del Señor”, por tanto, queda bajo su disposición para que Dios obre a través de ella como lo desee.
“Y como su esclava, se entrega por entero y así el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc 1, 35). La Virgen María se convierte entonces en el nuevo templo de Dios y es cubierto con la sombra de la fecundación por parte del Espíritu Santo.
Ante tal acto, María hace de carne el verbo, a su palabra, su verdad, que existe desde el inicio de los tiempos, vive y vivirá por toda la eternidad y que decide humildemente para venir a iluminar al mundo con su amor y deseo de obediencia hacia Dios. “Existía la luz verdadera, que, con su venida a este mundo, ilumina a todo hombre” (Jn 1,9).
Es así, como María, hija de Adán, acepta su mensaje y mandato divino, se convierte en Madre de Jesús y abraza de todo corazón y libre de cualquier pecado la voluntad de Dios, consagrándose como esclava del Señor, esclava de la vida y obra de su Hijo, sirviendo al misterio de la redención con y bajo él, con la gracia y bendición de Dios Todopoderoso.
No es de extrañarse entonces que los Santos Padres de la joven María pensasen que esta no fuese un instrumento acogido en las manos de Dios, sino que además cooperó e intercedió en la salvación de todos los hombres de fe, obediencia y temor de Dios.
Como dice San Ireneo: “Obedeciendo, se convirtió en causa de salvación para sí misma y para todo el género humano”, por ello, no pocos Padres antiguos afirman placenteramente que: “El nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María; que lo atado por la virgen Eva con su incredulidad, fue desatado por la virgen María mediante su fe”.
Y comparándola con Eva, llaman a María “Madre de los vivientes”, afirmando entonces y con mucha mayor frecuencia que “la muerte vino por Eva, la vida por María (LG 56).
Una mujer joven y virgen dará a luz un hijo, Emmanuel (Is 7, 14; Mq 5, 2; Mt 1,23).
En María, se cumple, luego de la larga espera de los tiempos, aquella promesa en su culminación: de su carne se hace carne el Unigénito del Padre y habitó entre nosotros (Jn 1,14).
La Lumen Gentium precisa: “Esta unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte. En primer lugar, cuando María, poniéndose con presteza en camino para visitar a Isabel, fue proclamada por ésta bienaventurada a causa de su fe en la salvación prometida, a la vez que el Precursor saltó de gozo en el seno de su madre” (cf. Lc 1,41-4s)
“Y en el nacimiento, cuando la Madre de Dios, llena de gozo, presentó a los pastores y a los Magos a su Hijo unigénito, que, lejos de menoscabar, consagró su integridad virginal. Y cuando hecha la ofrenda propia de los pobres lo presentó al Señor en el templo y oyó profetizar a Simeón que el Hijo sería signo de contradicción y que una espada atravesaría el alma de la Madre, para que se descubran los pensamientos de muchos corazones (cf. Lc 2,34-3 s).
María por ser la Madre del Hijo de Dios, tuvo una participación más íntima en la obra redentora de su unigénito, tal y como lo señalan las Sagradas Escrituras: “Pero, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley”, Gálatas 4:4
Sabemos que Dios como ser divino y omnipotente pudo haber venido a este mundo por voluntad propia, sin necesidad de encarnar n el vientre de maría, sin embargo, este decidió nacer como un niño, depender y aprender del ejemplo de una Madre, por lo que tal acto representa una prueba de su co redención y participación en ella al dar a luz al Redentor y Salvador de todos los hombres en el mundo.
La sangre de Cristo tiene un gran poder, tanto así que esta nos redimió, absolvió y purificó de todos nuestros pecados. Es importante destacar que su sangre y cuerpo los heredo de su madre María, y de hecho, todo el que nace de una mujer tiene sangre y cuerpo de cristo pues estamos hechos a su imagen y semejanza. María, al aceptar entregarle su sangre y cuerpo participó de manera activa e íntima en la redención de todos los hombres.
La elección de Dios por María como Madre de Dios, no fue casualidad, ni al azar, tuvo una intención meditada y aceptada también por su hijo. Al María aceptar su voluntad, y llevar una vida pura y estaba libre de todo pecado, al ser ella, madre del verbo hecho hombre, este al nacer, mantendría tal castidad y estaría libre de pecado concedido, gozando también, de la gracia de Dios.
A María le tocó no sólo hacer lo contrario de lo que había hecho Luzbel, sino mucho más: ofrecerse entera a Dios para que este obrase a través de ella, y pudiese finalmente salvar a sus criaturas.
Dios está en todas sus criaturas por esencia (ser), presencia (entender) y potencia (querer), sin embargo, quiso venir a este mundo como propiedad nuestra, disfrutar de nuestra naturaleza, y con nuestro consentimiento guiarnos a través de su palabra e invitarnos a seguir su camino de humildad, entrega, pureza de espíritu y convertirnos en sus siervos.
No existirá privilegio más grande del que gozó María, tras convertirse en Madre de Dios, Madre de todos los hombres y de todas las criaturas que habitan en él, no lo guardó para sí, por el contrario, lo compartió, mostrándolo a pastores y magos, mientras aún lo tenía en casa, y posteriormente, lo motivaría a manifestarse públicamente como “El Mesías” en las bodas de Caná.
Aun cuando todos abandonaron a su Hijo en la cruz, ella fue la única que lo entregó y se entregó con Él al Padre. A pesar de que una vez muerto nadie podía imaginar que este resucitase, ella si creyó y esperó pacientemente por su resurrección, porque ella nunca dudó o cuestionó la palabra de Dios.
La misericordia de aceptar la misión que Dios le había encomendado llevaba consigo una parte muy difícil: no poner obstáculo alguno a la muerte de su Hijo, y además, debía “morir” voluntariamente junto a él, es decir, al pie de la cruz.
Si Dios, pidió a Abraham sacrificar a su hijo como prueba de su fe, esto no puede ni compararse con el sacrificio que le se pidió a María, de dejar morir a su Unigénito en obediencia al Padre, que lo entregaba como una muestra de amor por nosotros.
El amor de María no es más que una imitación del amor del Padre hacia nosotros. Ambos, nos entregan y sacrifican al mismo Hijo, que además es de los dos. De Dios, por su naturaleza divina. Y de María, por su naturaleza humana.
La grandeza que Dios concedió al hombre al crearlo queda sobrealzada en María, porque a través de ella Dios ha querido entregarnos a su Hijo. Qué gracia y bendición posee la maternidad humana, cuando el mismo Verbo divino ha querido ser hijo de una mujer.
Es conveniente entonces prestar especial atención a la importancia que otorgó Dios a la maternidad al elegir a María como primer paso en sus planes salvíficos.
La maternidad es la vía natural (y humana) por la que encarnamos en este mundo y somos acogidos como Hijos de Dios. Es por ello, que mantenernos obedientes y siguiendo su camino es trabajo de nuestra madre. Ellas, son quienes nos enseñan a sentir tanta devoción y amor por Dios.
La encarnación separa, por lo que Dios nos ofrecen entonces una manera divinamente perfecta de vivir la sexualidad: el celibato por el reino de los cielos. María, inspirada por el Espíritu Santo, había adoptado este estilo de vida, lo que motivó a que toda tradición (oral y escrita) viese a la Iglesia como “Esposa de Cristo” y el Reino de los cielos como único “varón”.
Este único varón sería Cristo: Aquel cuyo amor hasta la muerte nos trasmite y nos inspira a disfrutar de un la amor íntimo de Dios, por lo que de manera libre debemos imitar entonces a María.
María, llena de gracia, recibió dones y gracias que nadie más recibió, a pesar de ello, esta los comunicó a la creación entera en todo momento, sobre todo, cuando entregó a su Hijo en la cruz. Por tanto, la misericordia la alcanzamos cuando comunicamos nuestros dones sin reservación alguna.
Podemos decir entonces que María está incluida en el plan de salvación de Dios para estar al lado de su Hijo, dándoles el poder, el entendimiento y la sabiduría para triunfar ante cualquier tentación ofrecida por el maligno.
Sería prudente preguntarnos entonces ¿Cómo puede ser hija de Adán y no estar bajo el poder del maligno y sufrir sus asechos sin éxito? ¿Cómo puede esta formar parte vital del plan redentor de Dios sin ser ella misma redentora? Éste es el misterio de María dentro del plan divino de la redención.
El consentimiento de María
Podríamos pensar que la decisión de María fue un acto de fe sencillo. Convertirse en la madre del Mesías: ¿no sería el sueño de toda joven hebrea? Pero nos equivocamos enormemente. Aquél acto de fe es, ha sido y será por siempre el más difícil de la historia. ¿Cómo puede explicar María lo que ha ocurrido en ella? ¿Quién le creerá cuando diga que el niño a quién ha dado a luz es obra del Espíritu Santo? Esto no había sucedido jamás antes de ella, ni sucederá nunca más en ningún tiempo.
María conocía perfectamente las escrituras de la ley mosaica: “Una joven que el día de las nupcias no fuera hallada en estado de virginidad debía ser llevada ante la puerta de la casa paterna y lapidada (Cf. Dt 22,20ss).
La fe de María no puede resumirse solo en el acto de dar su consentimiento a cierto número de verdades, sino que se fió toda su vida de Dios, de su gracia, bondad y amor. Creyó fervientemente en este, en su plan y por ello, al momento de su llamado pronuncio su fiat a ojos cerrados, creyendo completamente en que “nada es imposible para Dios”.
Para decirlo de una vez, hágase para mí de aquel modo con que para ninguno se ha hecho hasta ahora antes de mí y para ninguno después de mí se ha de hacer. “De muchos y varios modos habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por sus profetas”.
El papel de María con relación a la Iglesia es inseparable de su unión con Cristo, deriva directamente de ella. “Esta unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte” (LG 57). Se manifiesta particularmente en la hora de su pasión:
“La Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz. Allí, por voluntad de Dios, estuvo de pie, sufrió intensamente con su Hijo y se unió a su sacrificio con corazón de madre que, llena de amor, daba amorosamente su consentimiento a la inmolación de su Hijo como víctima que Ella había engendrado.
Finalmente, Jesucristo, agonizando en la cruz, la dio como madre al discípulo con estas palabras: Mujer, ahí tienes a tu hijo (Jn 19, 26-27)” (LG 58); Después de la Ascensión de su Hijo, María “estuvo presente en los comienzos de la Iglesia con sus oraciones” (LG 69).
Reunida con los apóstoles y algunas mujeres, “María pedía con sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación la había cubierto con su sombra” (LG 59).
“Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo y enaltecida por Dios como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores y vencedor del pecado y de la muerte” (LG 59; cf. Pío XII, Munificentissimus Deus).
Después de haber hablado de la Iglesia, su origen, misión y destino, no existe mejor conclusión que volviendo nuestra mirada a María y poder contemplar en ella lo que es la Iglesia en su misterio, en su “peregrinación de la fe”, y lo que será al final de su marcha, donde le espera, “para la gloria de la Santísima e indivisible Trinidad”, “en comunión con todos los santos” (LG 69).
El título de Corredentora que viene asignándose a nuestra Madre, la Virgen María desde el siglo XV (y que aparece además durante el pontificado de Pio X y en algunos documentos de la Iglesia) no debe entenderse en el sentido de una equiparación de la acción de María con la labor salvadora de Cristo, quién es el único redentor de la humanidad ( 1Tim 2:5).
La Virgen misma necesitaba la redención y fue redimida por Cristo. La cooperación de la Virgen María en la redención es indirecta e mediata, ya que ella ofreció libre y voluntariamente su vida entera al servicio de Dios, tanto en la anunciación, como posteriormente, haciendo que se entregue y se revele como “El Mesías”, para entonces finalmente, padecer el más grande de los dolores de una madre, y “morir” con él al pie de la cruz.
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Los Dolores de la Virgen María